Ana María Francia
Nacida entre dos guerras, creo que llegué al mundo con invisibles botas de soldado raso, alma de Poeta y espíritu de delfín, investigador nato de las profundidades.
Soy nacida en Pergamino, Provincia de Buenos Aires, Argentina; aunque nicoleña (de San Nicolás de los Arroyos), por adopción. En realidad, no pertenezco a ninguna parte, o a todas. Mientras haya un cielo, un árbol, una estrella y un río… a ese sitio pertenezco. También si existe una montaña.
Mi historia puede ser, propiamente, la del mestizaje en toda la extensión del término.
Cuando los visigodos invadieron España, dicen los etimólogos, hubo un rod - rikki (“Sol esplendoroso”), que fundó una dinastía tal que se perdió, corriendo los siglos, en los volúmenes de Rodríguez que invadieron las Guías Telefónicas. Algo menos confuso, pero más raro y en cierto modo misterioso, debe haber sucedido cuando alguna amazona visigótica: Franka (“Portadora de la lanza”), dio nombre a un pueblito del norte de Castilla la Vieja, España, llamado Francia, aún existente. De allí partió hacia tierras de América el primer Francia; y tal vez dejó algún rastro en el Paraguay, donde el Dr. Gaspar Rodríguez de Francia hizo historia. Pero de esto, sólo guardo resabios de rumores familiares, que no puedo probar. Lo cierto es que los Francia se radicaron en Uruguay y luego en Argentina, donde sus descendientes alcanzaron cierta notoriedad en los anales históricos.
Federales, hasta hace poco tiempo creía que el Gral. José María Francia , era un tío abuelo materno. Recientemente, a través de la Sra. Rosa Sara Capurro, biznieta de ese militar, he sabido que era también mi bisabuelo (semejante error o confusión, provino de una historia familiar disgregada, que no me interesa narrar). De notable carrera militar, al pie de este escrito puede leerse su biografía. Su hijo, Don Abdón Carmelo Francia, había huido del Seminario adonde mi bisabuela, Dña. Manuela González (perteneciente a una familia patricia, de ésass que estuvieron en la Plaza de Mayo el célebre 25 ese ese mes de 1810), lo había confinado para que fuera Sacerdote; y su padre le aseguró un puesto en la milicia. Llegó a ser lugarteniente y escribiente del Gral. Julio Argentino Roca, durante esa gesta bárbara e infame que fue la Campaña al desierto, durante la cual matar indios era lo mismo, o menos quizá, que matar animales. Mi madre me relataba esa Campaña, por las noches, cuyos avatares había escuchado de viva voz. También me contaba que, de vez en cuando, llegaban a la casa cartas de Mitre, que nunca olvidaba – en su ser campechano y tal vez por una relación con el Gral. Francia y su mujer –, nunca olvidaba, reitero, a los soldados. Tal vez, también, porque José María Francia había si do “el favorito de Urquiza”, según consta en documentos; y conocemos la confusa historia que lo ligó a Urquiza en Pavon. Entonces, alguien llamaba a mi abuelo : ”Viejo, viejo, llegó carta de Don Barotolomé Mitre…”. También acabo de saber que se recibían en la casa familiar, cartas de Domingo Faustino Sarmiento.
Interesa explicar que mi abuelo, Abdón Carmelo, se casó en segundas nupcias luego de su viudez, con una maestra napolitana muy culta, Doña Elisa Cecilia Masulli, mi abuela, que vino con la inmigración de inspiración sarmientina a culturalizar la barbarie. Ella sabía música, francés, hablaba español como una castellana, y fue a parar como Directora de escuela, en medio de las desoladas llanuras de la Provincia de Buenos Aires de principios del siglo XX. Tuvieron diez u once hijos. (Mi abuelo tenia otro del primer matrimonio: Alfredo Francia, que fue escritor y publicaba en la conocida revista “Leoplán”). Uno de los hijos de Doña Cecilia (a quien por sus rasgos de carácter apodaban “La mala”) con Abdón Carmelo Francia, fue mi madre. Mi madre, Elisa Argentina (éste por Roca), esa valerosa mujer, víctima de una trágica historia, que nos crió con heroísmo a mi hermano Juan Carlos y a mí. Mi hermano Juan Carlos, escritor brillante, que murió asesinado por sus propios fantasmas; y me legó la pasión por la lectura. De la familia de mi padre, sólo supe hasta hace poco, que vivieron en Bahía Blanca, y a su casa concurría asiduamente el luego famoso escritor Eduardo Mallea; dicen que “festejaba” a mi tia Martha. Aunque antes me habían informado que amaba a otra de mis tías, María Felisa, que tocaba el piano y murió muy joven, tuberculosa, en la provincia de Córdoba. En épocas más antiguas, habían estado en Magdalena, donde mi abuelo era notario y allí nació mi padre: Jacinto Enrique Rodríguez de Aurteneche y Zumarraga… (me cuesta escribir un nombre tan extenso, para alguien que en mi vida fue casi un ausente); él fue ese rebelde que me aportó algunos esfuerzos y sólo pudo regalarme la posibilidad de conocer el mar. Ahora sé, también, tardíamente, que me instaló para siempre las alas de gaviota que, invisibles, me conducen. Hasta hace poco creía que lo mejor que había sucedido en la familia paterna, había sido la presencia de mi abuela, Doña Felisa de Aurteneche de Zumarraga, una verdadera dama, que había sido maestra y llegó a ser directora de escuela, en épocas en que esta profesión era casi un sacerdocio. Ella, esa atea, que me ingresó en los avatares del Catolicismo, y hasta fue mi madrina cuando, por disposición de ella, nos bautizaron a mi hermano y a mí. He dicho “hasta ahora” o “hasta hace poco”, porque el penúltimo día del año 2010, a través de Internet, y a causa de esta página, surgieron mis primas mendocinas, hijas de Martha: Silvia, Cristina y Marthita Pott Rodríguez de Aurteneche. Y Zumarraga… como yo, claro. Sin conocerlas personalmente aún, al momento de actualizar estos textos, puedo afirmar que su presencia aporta a mi vida, un cariz nuevo, ignorado por mí hasta este año de 2011. Encantadoras, sagaces, inteligentes, afectuosísimas, adoptan en mi interior la imagen de hadas benignas, portadoras de alegría, compañía, amistad, comprensión. En medio de mi ser solitario, y a nivel familia, ellas, en mi atardecer, amén de actualizarme acerca de todos los demás miembros de esta rama, conforman ese ámbito de una fraternidad femenina que no conocí. Agradezco a Dios por estas presencias que me reconfortan, reconcilian y florecen mis días.
De modo que de raíz visigótica, para un ser español mezclado con vascos (pueblo de ignoto origen) , con fuerte vena napolitana, puedo afirmar que en mí cobró vida con singular carisma, la problemática realidad del mestizaje cultural que, por otra parte, nos nutre a casi todos en esta América Latina siempre convulsionada y revolucionaria.
Nacida entre dos guerras: fin de la civil española y comienzo de la segunda mundial, creo que llegué al mundo con invisibles botas de soldado raso, alma de Poeta y espíritu de delfín, investigador nato de las profundidades.
Para finalizar. y regresando al ámbito que narrativamente se me hizo más próximo, el de mi madre, recuerdo alguna anécdota… Por ejemplo, cuando en la familia se hablaba de la valentía de Doña Manuela González, dueña de una de las paupérrimas estancias del sur de la provincia (que hoy sólo figura en su registro de marcas) , la “Sol de Mayo”… se contaba que ella se quedaba sola a merced del malón. En una oportunidad, rezaba la tradición familiar, el Dr. Adolfo Alsina fue a defender, una flecha le atravesó la cara y, como consecuencia, debieron colocarle un maxilar de plata. Creo que aquí hay una confusión con un suceso del Gral. Francia durante las Guerras Grandes. Pero algo de mí se prefiguraba entonces en ese acontecimiento, ya que siempre estuve muy sola, de esa soledad que padecen los buscadores, los que bucean en lo profundo, los que como las gaviotas se internan solas sobre el mar… persiguiendo una estrella incomprensible. Muy sola. De pie. Sola de esa soledad de la que saben los indagantes de lo imposible. En última instancia, estoy hablando de los enamorados de Dios. Como expreso en un poema:
Contra el viento
persigo contra el viento
los fantasmas
que
sin piedad
regresan
Cansancio de voces,
ecos del mar.
Ocurre sobre todo
en esos días
cuando el sol nos dispensa
destellos de obsidiana
Y siempre contra el viento,
como hoy ,
contra el viento.
De pie.
Hay que añadir que yo también tuve un defensor de “estancia” solitaria, en la figura de la persona que más he amado en este mundo, el hombre con quien compartí mi vida: un austríaco llamado José Andrés Rath, con quien tuve tres hijas: Ana (médica científica y filósofa), María Verónica (Licenciada en Educación y Museóloga), y María Belén Rath (Psicóloga, Poeta, narradora); un yerno ponderable: Guillermo Fischetti; un ex yerno que permanece como un hijo en el afecto: Guillermo Figueroa; y un tercer ex yerno de nombre Boris Feito; y hoy todo pervive en esos nietos espléndidos que son Ignacio Figueroa, Mercedes Figueroa , Ivana y Micaela.
También hay que añadir que la vida nos convirtió en una familia dispersa por distintos continentes.
Y que quizá mi padre regrese por mí, algún día, a través de los cuentos de Cristina Pott…
Pero yo continúo.
Contra el viento.
De pie.